Reflexiones de dos jóvenes chilenas
luego de escuchar el testimonio
de la Hermana Guadalupe
en Santiago de Chile
“Una jóven me escribió hace unos días: mientras muchos buscan pokemones, nosotros buscamos a nuestros familiares bajo los escombros”.
El testimonio de la Hermana Guadalupe no puede dejar a nadie indiferente. Es un testimonio actual, de fuente directa, de una persona en carne y hueso que viene a hablarnos de cómo día a día nuestros hermanos están siendo asesinados, sin que nadie se entere. Una ciudad sitiada un año sin ser abastecida de agua, luz, comida, mientras intermitentemente se bombardean barrios con familias comunes y corrientes, torturas, cristianos descuartizados…
Pero claramente la reflexión
debe ir mucho más allá
del lamento por una “crisis humanitaria”.
Esta situación ha de interpelarnos
y remecernos especialmente
a los cristianos:
“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”, “Seréis perseguidos a causa de mi nombre” nos dice Jesús en el Evangelio.
Eso es precisamente lo que están viviendo hoy nuestros hermanos en Alepo.Miles de mártires anónimos que están muriendo por su fe en pleno siglo veintiuno.
Nos remece ver la radical diferencia de realidades con otros que comparten nuestro mismo credo. Nos vemos interpelados en nuestra tibieza diaria, nos retumba en el oído que a los tibios los vomitará Dios.
Allá parece ser que no hay espacio para tibiezas.
O se está dispuesto a morir por Cristo
o se abandona la fe.
¡Qué distinto a nuestro cristianismo!
¡Qué distinto al catolicismo de Misa Dominical
que estamos tan acostumbrados a ver y vivir!
El testimonio de la Hermana Guadalupe, que no es sino la voz de toda una Iglesia silenciada, y una de entre las tantas que han vivido esa realidad, es como un balde de agua fría para nuestras acomodadas vidas.
Pero ¡qué difícil es no ser tibio
en esta sociedad de la tibieza!
Si pareciera que estamos justamente
en el ambiente más propicio para ello.
Hay poco espacio para el heroísmo.
El llamado que nos hace Cristo a los de “este lado” es quizás igual de exigente. “Sean perfectos como el Padre Celestial es perfecto” (Mt. 5, 48). Cristo llama a la santidad no a algunos pocos, sino a todo el mundo. En Alepo el llamado se concreta de modo radical con la misma muerte. Aquí, nosotros tenemos que dar la vida entera cada día.
Dar la vida por Cristo no es solo por morir por Él como los cristianos en muchas partes lo están haciendo, sino que nosotros también lo podemos hacer, dejando morir nuestros caprichos, nuestra vanidad, nuestro orgullo cada día para que el Señor se luzca en nuestras vidas.
Siguiendo un ejemplo que daba la Hermana Guadalupe, parece ser que son ellos los que no tienen nada que temer. La decisión ya la tomaron.
Nosotros debiéramos vivir aterrados
ante nuestra propia actitud e indecisión.
Ellos ya ganaron.
Nosotros parece que vivimos
en una cuerda floja de cobardía.
Que sí, que no.
Hoy sigo a Cristo, mañana quizás.
Total, la muerte es algo lejano,
si es que no irreal.
Ellos, cada día renuevan una entrega absoluta de amor estando dispuestos a morir.
¿Qué podemos hacer por ellos?,
era la pregunta que inevitablemente nacía.
Rezar en la calma de una casa que no va a ser bombardeada nos puede hacer sentir inútiles. Pero es que, como dice Thibon, “cuando te digo “rezo por ti”, esto no significa que de vez en cuando musite algunas palabras pensando en tu recuerdo, sino que quiero cargar sobre mis espaldas con toda tu responsabilidad, que te llevo dentro de mí como una madre a su hijo, que deseo compartir, y no solo compartir sino atraer enteramente sobre mí todo ese mal, todo el dolor que te amenaza y que ofrezco a Dios toda mi noche para que Él te la devuelva transformada en luz”.
No olvidemos que nuestra oración sí que tiene poder. Decimos que rezamos por ellos, pero ¿rezamos enserio? ¿Con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas? Así es como ellos nos piden que recemos, con el corazón en Dios, para que nuestra oración dé los frutos necesarios.
El testimonio terminó con una canción que resume muy bien lo que están viviendo nuestros hermanos perseguidos y lo que debiéramos vivir también nosotros: “Podrás llevarte mi cabeza, podrás quemarme las iglesias, podrás echarme de la tierra que me vio nacer, pero mi alma es de Dios”. Aprendamos de ellos a centrar la vida en las promesas de Dios, no olvidemos la grandeza de la felicidad eterna junto a Él.
Rosario Corvalán
Antonella Descalzi
Nazarenas en Chile